De todos los exponentes de la Nouvelle Vague francesa, es a Éric Rohmer a quien más se le imputa una irritante lentitud y contemplación en sus películas, además de tediosos dramas internos de sus protagonistas, que suelen vivir en un mundo bello y burgués. Peter Bogdanovich, incluso dijo, que en sus películas se ve crecer la hierba, osea, que no pasa nada. Sin embargo, a través de su larga trayectoria como crítico y cineasta, Éric Rohmer ha reunido muchos partidarios amantes de su obra.
Y es que a pesar de la barrera intelectual de su cine, no se le puede negar la unanimidad de la crítica en algunas de sus magistrales películas. Como registro eterno están la hermosísima, y hasta el momento mi favorita, “El Amor después del mediodía”, o las veraniegas ‘La Coleccionista’, ‘La Rodilla de Claire’ y ‘El Rayo Verde’.
Porque su estación favorita del año es la temporada de ócio, calor y relajo. En el cine de Rohmer existe una predisposición de sus personajes a filosofar sobre el amor y el desamor en verano. Una playa, un balneario, la montaña o la ciudad, son el escenario perfecto y crean una atmósfera donde se cuajan pequeñas historias, pero de grandes sentimientos.
Otro elemento recurrente, es la ciudad donde vivió la mayor parte de vida, París. Al igual que sus colegas más populares, Godard y Truffaut, Rohmer no buscó escenarios turísticos, sino que utilizaba la ciudad como reflejo de la cotidianidad y de un estado de ánimo. Un París contado desde dentro, igual que desde dentro narraba los estados de amor.
El director trasladaba las emociones en seco, sin música incidental o explicaciones. Narraba fragmentos de vida, episodios no tanto biográficos como momentos existenciales-sentimentales. Monólogos interiores, aunque muchas veces tanta disquisición intelectual y tanto empalago subjetivo aburran al espectador.
El cine de Rohmer es así: artesanal y contemplativo, con luz natural y la inolvidable fotografía de otro artista infravalorado, Néstor Almendros. Además, el espacio y el tiempo, tienen un papel fundamental. Al descartar los grandes dramas y las grandilocuencias estilísticas, su cine se centra en captar bien cada momento, dándole importancia a los paisajes (urbanos o naturales) que recorren los personajes y dejándoles tiempo para caminar, descansar, hablar o no hacer absolutamente nada. Está concebido a semejanza de un óleo, en las que los personajes parecen alojarse y desenvolverse en un cuadro.
Nunca encontraremos en su trabajo grandes tramas ni grandes tragedias, porque para Rohmer, la tragedia está en los pequeños gestos, en los pequeños rituales diarios, en todos los detalles de una vida compartida. Los sentimientos y pensamientos importan más que las acciones, y lo que más le interesa es la gestualidad de los personajes, las miradas, las maneras de caminar, las muestras de afecto, porque es en ellos donde encontramos los indicios o la ausencia del amor.
Y a pesar de que sus películas puedan incluirse dentro del drama o el romance, su filmografía ha acabado configurando un género propio. No es sorprendente escuchar el término rohmeriano al hablar de películas movidas por los diálogos filosóficos y confesionales entre parejas. De hecho, su estilo ha tenido herederos contemporáneos, como la maravillosa trilogía de “Antes del Amanecer/Anochecer/Medianoche” de Richard Linklater. No hay un romance más rohmeriano en el cine actual que el de Céline y Jessie, podemos verlo en sus largos paseos, su visión filosófica de las relaciones humanas y la concepción de cada película como un fragmento de vida, un trozo de existencia donde el amor nace, renace o amenaza en acabarse. No cuesta pensar tampoco en Rohmer cuando uno ve el verano de Elio y Oliver en “Call me by your name”, una película sobre un amor que surge entre baños, paseos en bicicleta y melocotones que bien podría tratarse uno de los “Cuentos morales”.